martes, 19 de julio de 2011

Otra biblio para el viernes

MODELOS Y ESTRATEGIAS CLÍNICAS
DE INTERVENCIÓN EN PSICOPEDAGOGÍA

Oscar D. Amaya (editor)

Capítulo 20
(selección)

EL DIA DESPUES DE LA ESCRITURA ALFABETICA: EL PASAJE DE LA CONCIENCIA FONOLOGICA A LA CONCIENCIA ORTOGRAFICA COMO OBJETO DE CONOCIMIENTO EN LA CLINICA PSICOPEDAGOGICA


Oscar Amaya


Si el aprender puede definirse como hacer algo que no se sabe para aprender a hacerlo (Meirieu, 2001), entonces podemos afirmar que la lengua escrita se constituye en un “saber hacer” al que se llega desde un “no saber”. Las comillas aluden a aquel lugar del sentido común que despoja al niño de sus saberes construidos en interacción con este objeto social de conocimiento, y por ende con otros sujetos, otorgándole al adulto la suma del saber acerca de todo objeto de conocimiento. Sin embargo, es sabido que desde los inicios mismos de la construcción de la función semiótica, se produce lo que hemos denominado (1) una auténtica aventura conceptual temprana, que se lleva a cabo mucho antes del ingreso a la escuela primaria.

Este proceso epistémico respecto de la lengua escrita, que se despliega en distintos períodos de conceptualización, alcanza un grado de complejidad mayor cuando el niño se ha apropiado de la relación grafema-fonema, la más sutil de las relaciones entre el sistema gráfico y el sistema sonoro. Es aquí cuando adviene otra dimensión, un nuevo observable, que sólo puede reconstruirse mediante la interacción socio-cognitiva escolar entre alumnos y maestro y entre pares: la comprensión de los aspectos normativos de la lengua escrita. Un tipo de interacción en la que el psicopedagogo también cumple una importante función.

En este capítulo llevaremos a cabo una reflexión acerca del proceso de apropiación de la lengua escrita respecto de un más allá de la alfabeticidad de este sistema: la ortografía. Para ello sostendremos que la relación existente entre los aspectos psicolinguísticos en torno a este objeto de conocimiento y los procesos metacognitivos en relación a él, son factibles de ser abordados en las intervenciones clínicas que se producen al interior de una estrategia psicopedagógica, que a menudo se torna, incluso, en propiciadora de estos procesos. En otros términos, sostenemos que la interacción entre paciente y clínico en torno a la lengua escrita también debe ser definida en términos de interacción socio-cognitiva. También realizaremos una caracterización de los aspectos ortográficos de la lengua escrita, a partir de la contraposición entre una posición tradicional y otra constructivista, y analizaremos las interpretaciones y producciones llevadas a cabo por los niños respecto de la dimensión normativa de la lengua escrita.


La apropiación de la palabra hablada y la comprensión de la palabra escrita: un mutuo impacto cognitivo


Los niños que ingresan a su educación escolar primaria lo hacen a partir de un camino ya recorrido en torno a la palabra hablada, puesto que poseen un repertorio extenso de palabras, una comprensión avanzada de la estructura sintáctica de la lengua, y las competencias para la selección y organización del contenido de su discurso con el propósito de que se lo perciba como un todo coherente; así como la posibilidad de adecuarlo a un determinado interlocutor, y la regulación en la situación comunicativa respecto del grado de formalidad o informalidad que la rige, eligiendo para ello el vocabulario pertinente. En definitiva, existe una competencia linguística de indudable importancia a la hora de producirse la apropiación de la palabra escrita, puesto que los niños comprenden progresivamente aquellos “aspectos de la organización del discurso oral (que) deben ser también considerados en (la) lengua escrita y reconocen otros que pertenecen exclusivamente a esta forma alternativa de comunicarse” (Torres y Ulrich, 1995.)

Sin embargo, el acceso a la escritura alfabética torna observable en los niños la existencia de una unidad en la lengua que les acarreará muchas dificultades cognitivas: la palabra. En el enunciado “ayer no fui al cole” la palabra “ayer” constituye un “fragmento de enunciado” (Blanche-.Benveniste, 1998) con una forma y sentido específicos en ese enunciado particular. Sin embargo, plantea esta linguista, “en la lengua hablada encontrar un fragmento equivalente es mucho menos directo: el enunciado se presenta como un flujo continuo”. En nuestro ejemplo, este enunciado podría ser así representado: “ayernofuialcole”. Si quisiéramos distinguir los fragmentos en este enunciado oral tendríamos que aislarlos a partir de operaciones de segmentación, que resultan muy complejas para los niños que se inician en la escritura alfabética. En el contexto de una investigación en torno al concepto de palabra (Báez, 2002) los niños entrevistados, al reflexionar al respecto, manifestaban: “todo pegado no se puede leer”, “tiene que haber un espacio chiquito, todo junto no se puede leer, está mal”.

Es por ello necesario efectuar la distinción palabra en el enunciado y palabra en el sistema, para referirse a la palabra hablada y a la escrita, respectivamente (Blanche-.Benveniste, op.cit.) “En la cadena hablada, no hay aire entre las palabras”, afirma Cornillac (2), es decir, no se producen pausas, algo que sí ocurre en la cadena escrita, donde las palabras se distinguen como series de letras separadas por espacios vacíos a izquierda y derecha, así como las oraciones en términos de secuencias de palabras que comienzan con una letra mayúscula y finalizan con un punto.

En este sentido, Blanche-Benveniste es clara al respecto: “el flujo sonoro del enunciado no permite aislar directamente unidades que correspondan a las palabras escritas. Los adultos alfabetizados han aprendido a establecer correspondencias entre unidades escritas y habladas; pero se sabe que los niños no pueden hacerlo por intuición, y que no se los ayuda mencionando palabras que estarían separadas en la pronunciación del enunciado, porque no lo están”.

Es por ello que el clínico debe propiciar en el niño una reflexión respecto de las relaciones y diferencias existentes entre lo que se dice y lo que se escribe. Resulta claro entonces que “es en el proceso de alfabetización que se pasa de la palabra en el enunciado a la palabra en el sistema” (Ferreiro, 1996). O en términos de Jaffré (1988) “la noción de palabra es más bien un resultado, una conquista que condiciona la estructura de los enunciados gráficos y que depende en mucho del desarrollo y la estabilización de las formas ortográficas. En consecuencia, se puede decir que los escritores debutantes no comienzan por escribir palabras en el sentido en que habitualmente se entiende”. (3)

Sin embargo, la palabra hablada y la escrita no constituyen en modo alguno polos divergentes, sino “variaciones de las formas en que está dividido el mundo del discurso” (Teberosky, 1998). Como bien señala esta autora, el linguista M. Halliday ya planteaba hace más de dos décadas que lo oral y lo escrito representan dos modos de discurso en un continuo, puesto que no se trata de que uno sea más organizado o más complejo que otro, sino que ambos poseen diferentes tipos de complejidad y modos de organización. Lo que equivale a decir que entre ambas variaciones no existe jerarquía ni dependencia.

Respecto de la palabra hablada, la interacción comunicativa presencial entre dos hablantes torna innecesaria ciertas explicitaciones y aclaraciones, debido a que tiempo y lugar son compartidos por ellos, así como ciertos conocimientos o significados comunes que hace que ciertos enunciados parezcan inconexos o que no guarden relación, o bien que sólo pueden ser interpretados a la luz del contexto.

Es por ello que en la comunicación escrita, la coherencia, así como la cohesión y claridad, resultan indispensables para que una escritura se instituya en texto y no sea una sumatoria de oraciones sueltas. En este tipo de comunicación, la información requiere en forma específica ser contextualizada, de la misma manera que el uso de recursos específicos de la escritura, como los signos de puntuación, deben encargarse de sustituir la ausencia de los modos de la oralidad como la entonación y las pausas, por ejemplo, a fin de poder explicitar la intencionalidad comunicativa de quien escribe.

Esta nueva dimensión linguística, al comenzar a formar parte de las interacciones comunicativas de los niños, permite descubrir “que la escritura no significa la transcripción de un previo discurso oral, sino una verdadera producción”. (Torres y Ulrich, ob.cit.) Es decir, lejos de ser entendida como una combinación de letras para formar cadenas de palabras, la lengua escrita se constituye en un modo de comprender y comunicar significados: los niños comprenden que a través de ella se configura una nueva forma de comunicación social, tanto en relación con otros como para sí mismo.

Palabra hablada y palabra escrita entonces, constituyen fenómenos que requieren precisar diferencias y relaciones. Para reflexionar acerca de estas últimas “es preciso realizar una compleja operación psicológica de objetivación del habla” en donde “la escritura misma juega un rol fundamental”, como explica Ferreiro (1994). Los niños, en su intento por comprender la palabra escrita deben “objetivar la lengua, o sea, convertirla en objeto de reflexión: descubrir que las semejanzas y diferencias en el significante no son paralelas a las del significado”, plantea esta investigadora.

La escritura, si se instaura como objeto de reflexión para el niño –y al clínico le cabe un desempeño importante en esta toma de conciencia- implica la construcción de “un metalenguaje para hablar sobre el lenguaje, convertido ahora en objeto. Las diferencias en los modos de habla permiten plantear el interés de pensar sobre el lenguaje, porque las diferencias ponen de relieve una problemática”. (Ferreiro, ob.cit.)

Contra la tendencia homogeneizante que la escuela tradicionalmente llevó a cabo con sus alumnos (confundiendo igualdad con homogeneidad), y que hoy resulta difícil seguir sosteniendo frente al plurilinguismo, el multidialectismo, las mixturas culturales, las brechas culturales entre clases sociales y el impacto de la nuevas tecnologías, ya no es posible confundir diferencias con déficits.

Es por este nuevo escenario que la intervención clínica debería poder producir experiencias subjetivizantes en los niños, al propiciar la interpretación y producción de distintos tipos de textos, diversas situaciones de interacción comunicativa con la lengua escrita y sobre todo, propiciar el reconocimiento de la lengua escrita como objeto de conocimiento que interpela a quien se pretende usuario de ella, en sus múltiples complejidades: la organización espacial, la ortografía de las palabras, los modos de puntuación, la selección del léxico adecuado al tipo comunicación, entre otros rasgos constitutivos.

Como lo han establecido un conjunto de investigaciones “no hay un pasaje directo de lo oral a lo escrito” (Ferreiro, 1990), es decir, es insuficiente para un niño, desde el punto de vista cognitivo, saber hablar para alcanzar una toma de conciencia acerca de la lógica que organiza, ordena y agrupa a las letras en palabras, y a éstas en enunciados. Es menester para el clínico, por lo tanto, conocer en qué consiste el proceso de reflexión que se despliega a partir del establecimiento de las escrituras alfabéticas en los niños.

Una vez más, las investigaciones constructivistas iluminan los senderos de este proceso: frente a una escritura convencional ya producida “al inicio hay grandes dificultades para comprender las segmentaciones del texto; de hecho, los niños piensan que el enunciado completo está indistintamente, en todas y cada una de las segmentaciones mayores de tres letras. Luego, consiguen aislar los sustantivos, a los que asignan lugares independientes en el texto, pero niegan similar independencia al verbo y suelen rechazar que los artículos estén escritos”. (Ferreiro, ob.cit.)

Estas interpretaciones llevadas a cabo por los niños permiten comprender que no existe para ellos una relación de “transparencia” entre la palabra hablada y la escrita: “el acto de leer es concebido, al principio, como un acto de construcción de lo oral a partir de indicios o representaciones fragmentarias dadas por escrito”, plantea esta autora. Respecto de las producciones escritas, se ha observado que no todas las palabras son consideradas por los niños como necesarias de ser escritas. Son los nombres (sustantivos comunes y propios) los que alcanzan en primer lugar el estatuto de palabras, en tanto que artículos, preposiciones y conjunciones son las últimas en ser consideradas como tales: uno de los niños entrevistados afirmó que son “lo que se dice para juntar las palabras”. En la investigación referida (Báez, op. cit.) los niños afirman: “´en´ y ´la´ no son palabras porque sirven para unir”, “esas no son palabras, sirven para separar, pero tienen un nombre que no me acuerdo”.

Otro aspecto relevante de las conceptualizaciones infantiles respecto de la relación oralidad-escritura es la hipótesis de que no todas las distinciones fonológicas deben tener una representación escrita. En términos de otro entrevistado: “no se escribe todo lo que decimos”, así como muchas otras diferencias que se producen en el habla y que los niños no consideran que deban representarse en la escritura.

En un contexto comunicativo, la lengua escrita contiene una funcionalidad específica: formas de interacción que poseen un propósito y un destinatario. “Si los niños saben para qué escriben, incluyen en sus textos la información adecuada; si tienen en cuenta a quién le escriben pueden decidir el tipo de registro en que se expresan (familiar, formal, etc.)”. (Torres y Ulrich, ob.cit.)

La ortografía como objeto de conocimiento


Por todo lo planteado hasta aquí, resulta indispensable caracterizar a la ortografía como un objeto de conocimiento que puede ser definido, siguiendo a Vaca (1983), como un subsistema del sistema de escritura, cuyas funciones principales consisten en unificar las escrituras relacionadas lexicalmente y diferenciar a las escrituras con distinto significado. Es decir, las palabras afines semánticamente se asemejan en su aspecto (por ejemplo los casos de hondo, hendidura, ahondar y hundimiento, o casa-casero, boca-embocar), criterio que utiliza Germán para explicar por qué las palabras invito, invitación e invitado se escriben sin H: “porque casi todas son del mismo significado”. Mientras que aquellas palabras que difieren en su significado presentan un aspecto diferente (abría-habría; tubo-tuvo; ciega-siega; cayó-calló). Desde el punto de vista lexical “pueden establecerse relaciones entre palabras en cuya formación participa el mismo morfema (pelotazo-portazo-puñetazo; enamoradizo-rasbaladizo-rojizo)”. (Torres y Ulrich, ob.cit.)

La ortografía entonces, hace corresponder constantes gráficas y constantes de significación, y no correspondencias fonológicas –de manera relativa y no absoluta, tal como sucede con llama (del verbo llamar), llama (como animal mamífero rumiante) y llama (como una parte del fuego)-, así como en otros casos la ortografía refleja una determinada etimología en casos particulares, como por ejemplo el hecho de que boca se escriba con B y vaca con V, requiere de la aplicación de una regla particular (ver apéndice), tal como un niño intenta explicarle a otro(4):

Pablo: si yo sé que hormiga va con hache ya sé que hormiguero y hormiguita van a ir con hache. Pero... ¿cómo hago para saber que hormiga va con hache?
Sebastián: mirá, es muy fácil. Vos ahora te fijás bien que hormiga va con hache y después, cada vez que tengas que escribir hormiga... lo ponés con hache.

En términos de Vaca (ob.cit.): “aunque las grafías B y V representen el mismo fonema, usamos una u otra dependiendo de la familia lexical a la cual pertenezca la palabra que vamos a escribir, formándose así constantes gráficas útiles para señalar constante de significado”. Siendo los ejemplos utilizados vino, viñedo, vitivinicultor y barco, embarcar, embarcadero.

Estos rasgos del subsistema ortográfico permiten eliminar buena parte de las ambiguedades inherentes a la representación alfabética. Es por ello que este subsistema se vincula con las dimensiones semántica, morfosintáctica y pragmática, lo que permite relativizar la idea de que se la ortografía posea un carácter totalmente arbitrario, permitiendo comprender que la escritura de las palabras resulta con frecuencia, explicable desde estas dimensiones, lo que posibilita que los niños relacionen, confronten y comparen escrituras, hipótesis, posibilidades.

Para el clínico lo que se implica de esto es relevante para el diseño de las estrategias clínicas tendientes a favorecer la apropiación activa de este objeto: el paciente puede operar cognitivamente con el subsistema ortográfico, llevando a cabo una reflexión gramatical de la lengua, a fin de comprender que este subsistema posee muchos rasgos que no están reflejados en la sonoridad y que incluye otras tantas restricciones en el uso de las grafías, las tildes, los espacios entre palabras y los signos de puntuación, sin necesidad de estar sujeto únicamente a los recursos memorísticos para la fijación de las reglas.

Si al establecer la psicogénesis del sistema de escritura, Ferreiro (1990) caracteriza a este proceso de apropiación en términos de -entre otros ejes de análisis- diferenciaciones cualitativas y cuantitativas intra e inter-relacionales no sistemáticas (respecto del primer y segundo período) y diferenciaciones inter-relacionales sistemáticas (respecto del tercer período) (5), con la ortografía se instituye la dimensión trans, es decir, el pasaje de un sistema (alfabético) a otro (ortográfico) con sus niveles sintáctico y semántico.

La fase “ortográfica” del proceso de alfabetización también fue indagada por esta investigadora. Ella plantea que “lo no alfabético dentro del sistema comporta varios sub-sistemas: contextos de alternancia de mayúsculas y minúsculas; puntuación; restricción de uso de grafías alternativas en determinados contextos; estabilidad gráfica de cada palabra con su peculiar ortografía; abreviaturas; segmentación grafica entre palabras”.

En esta fase sigue siendo relevante el modo en que los niños conceptualizan el término “palabra”. En una de sus investigaciones, Ferreiro constata que en los inicios de la escritura alfabética, los sujetos aceptan parcialmente que palabras como “el” o “se” tengan el estatuto de tales. Uno de los niños entrevistados afirma “´la´ no es una palabra... bueno, si, pero es que es tan cortita...”. Y otro razona: “es que ´la´ y ´se´ no son así como ´casa´ o ´ropa´, no son así cosas, son letras nada más”.

Resulta revelador para el clínico poder constatar que requisitos tan tempranos elaborados por los niños como la construcción de la hipótesis de cantidad mínima en el primer período de la psicogénesis, o la hipótesis de variedad interfigural en el segundo, reaparezcan en la construcción del sistema ortográfico. Algunos de ellos, por ejemplo, consideran que para que una oración “diga algo” debe estar conformada al menos por tres palabras. Otros sostienen que este sistema representa cuestiones semánticas: si dos palabras “suenan” de la misma manera pero poseen diferente significado, entonces deben estar escritas de manera diferente.

¿Mediante qué mecanismos y estrategias los niños con escritura alfabética se apropian de las convenciones y reglas ortográficas? ¿Cuáles son las relaciones existentes entre la apropiación cognitiva relativa a la lengua escrita y la atinente a las claves ortográficas que conlleva la escritura? Éstas y otras preguntas se tornan necesarias para el clínico a la hora de diseñar estrategias clínicas que aborden un fenómeno extendido en las producciones escritas de los niños: textos sin marcas ortográficas, ambiguos desde la dimensión lexical, deficitarios en cuanto al sistema de puntuación, con problemas de coherencia y cohesión, entre otras dificultades que usualmente se encuentran.

Ocurre que este conjunto de “problemáticas” no son tales si se comprende que “cuando los niños descubren la alfabeticidad del sistema tratan de aplicar esta relación fonema-grafema a todas las situaciones de escritura; este intento sistemático de regularización -propio de todo sujeto cognoscente- es contradictorio con las características de la ortografía” (Torres y Ulrich, ob.cit.) Es decir, hipotetizan que ”nuestro sistema es puramente alfabético, como si consistiera en un código de transcripción de sonidos en el que hay una relación puntual uno a uno entre letras y fonemas, y como si el sistema no tuviera otros signos y relaciones entre sus elementos” (Kaufman y Rodríguez, 2008).

Esta búsqueda de establecimiento de leyes generales en términos de reglas válidas para todo tipo de escrituras, denominado “criterio alfabético absoluto”, revela un comportamiento cognoscitivo respecto del subsistema ortográfico y no la utilización de reglas mnemotécnicas para aplicar normativas. La construcción de hipótesis o criterios originales por parte de los niños, acarrea sus propios obstáculos: “si bien nuestro sistema de escritura tiene una base alfabética, está muy lejos de ser puramente alfabético. En realidad son muy pocas las letras que cumplen con el precepto de la alfabeticidad vinculado con esa relación biunívoca estricta entre un fonema (y sólo uno) y un grafema (y sólo uno)”. (Kaufman y Rodríguez, ob.cit.) (ver anexo)

De la misma manera que sucede con otros objetos de conocimiento, cuanto mayor sea la interacción que el niño mantenga con la lengua escrita y con otros usuarios, mayor será la posibilidad de que comprenda la ausencia de correspondencia puntual entre fonemas y grafemas, para entonces intentar resolver las contradicciones que le plantee el subsistema ortográfico a su criterio alfabético.

Estas dificultades presentes en las producciones infantiles constituyen un desafío para el psicopedagogo, habida cuenta de los problemas aún insolubles en el ámbito de las intervenciones pedagógicas: “...resulta sorprendente que los contenidos ortográficos a los que más tiempo se les dedica y que más se ejercitan en la escuela primaria, persisten como errores de ortografía cuando los alumnos están próximos a egresar de ese nivel de escolaridad”. (Vázquez de Aprá y Matteoda, 1996)

Las producciones infantiles: una interpelación para el clínico

Analicemos a partir de lo expuesto, cuál es el conocimiento que los niños despliegan a través de la escritura. En una propuesta llevada a cabo con niños en primer año de escolaridad (6) se les propuso escribir un cuento en el que se cambiaran las características de los personajes respecto del que habían leído: la bruja mala se convertiría en buena. Dos de ellos produjeron lo siguiente:

Texto original 1

HABIA UNA BEZ UNA BRUJA MUY BUENA Y LOS ANIMALES
LA CARGABAN BRUJA ARTURA BRUJA ARTURA Y LA BRUJA
SE FUE EN LA MOTO Y L AMOTO NO TENIA NASTA Y LA BRUJA
SE FUE CORRIENDO Y FUE A LA CASA DE LA ABUELITA Y LE DIJO ABUELA LOS ANIMALES ME CARGAN YLA ABUELITA LE DIJO
ANDA A CARGARLE NASTA A LA MOTO Y LA BRUJA FUE A
CARGARLE NASTA A LA MOTO Y SE FUE PARA EL BOSQUE
Y SE FUE A DEJAR LA MOTO Y AGARRO SU AUTO TODO
ROTO

Texto normativizado

“Había una vez una bruja muy buena y los animales la cargaban.
-¡Bruja Artura! ¡Bruja Artura!
La bruja se fue en la moto y la moto no tenía nafta y la bruja se fue corriendo y fue a la casa de la abuelita y le dijo: “Abuela, los animales me cargan” y la abuelita le dijo: “Andá a cargarle nafta a la moto”, y la bruja fue a cargarle nafta a la moto y se fue para el bosque y se fue a dejar la moto y agarró su auto todo roto.”

Texto original 2

HAVIA UNA BS UNA BUG
QUE ERA BURENA
CO TODO LOS AMIGITO
PRO LOS ANIMALE GITBAN
ERE TOTA ERE MLA
LA BUGA ETITECIO I EYA
ETUVIO ARIBA ELA MTO
FIN

Texto normativizado

“Había una vez una bruja que era buena con todos los amiguitos, pero los animales gritaban:
-¡Eres tonta! ¡Eres mala!
La bruja entristeció y ella se subió arriba de la moto.
Fin.

Estos textos, como tantos otros producidos por aquellos niños que comienzan a transitar el pasaje de la alfabeticidad en el sistema a la dimensión ortográfica y semántica, e incluso a producir en forma escrita el conocimiento que poseen –producto de su experiencia como hablantes- de los géneros y tipos discursivos discursivos, como en este caso el cuento, que forma parte del discurso narrativo.

Respecto de las hipótesis infantiles que intentan transferir los rasgos del sistema alfabético al subsistema ortográfico, las interpretaciones de Ignacio (7) son muy ilustrativas. En una situación de su vida cotidiana, este niño no logra que sus hermanos le preparen la merienda, y por ello decide salir de su casa, escribiéndole una nota a su madre:

Texto original

MEBOIALA KAYE KONLOCPEROC
IGNACIO

Texto normativizado

ME VOY A LA CALLE CON LOS PERROS
IGNACIO

Analicemos en qué consiste el conocimiento que este niño despliega a través de su escritura: en primer lugar, utiliza el grafema C (presente en su nombre) cada vez que reconoce el mismo fonema (LOCPEROC), regularizando por ello la ortografía de su nota a partir de utilizar como modelo el valor sonoro de las letras de su nombre, razón por la cual para escribir calle utiliza una letra diferente a la C (KAYE), puesto que de esa manera sigue sosteniendo su criterio alfabético absoluto, tal como lo explicamos más arriba en “La ortografía como objeto de conocimiento”. Además es probable que Ignacio realice un empleo del grafema Y para todas las apariciones del fonema Y (KAYE por calle), como suelen encontrarse en otras escrituras infantiles: ALLER por ayer o GAYINA por gallina.

Frente a estas escrituras, el clínico debe posicionarse por fuera de la concepción tradicional, para no focalizar su interpretación en los aspectos ortográficos, las omisiones y sustituciones en un intento por evaluar errores o desviaciones. Tal como plantea Galaburri (2000) no podemos esperar que los niños sepan hacer lo que están reformulando y aprendiendo, ni tampoco elevar un juicio acerca de sus escrituras desde la norma estandarizada.

Es preciso que el clínico pueda deponer la pretensión de enarbolar un poder legislativo respecto de la práctica escrituraria, a fin de comenzar a comprender la forma de organización del conocimiento que el niño posee y que pone en juego en sus escrituras. Si aceptamos que un sujeto no se apropia en forma integral y súbita del conjunto de rasgos gráficos del sistema alfabético, entonces podremos comprender que tampoco lo lleva a cabo con el conjunto de particularidades que componen el sistema ortográfico (signos de puntuación, espacios en blanco entre palabras, uso de mayúsculas, entre otras convenciones) vinculado con otras reglas, ligado a otros principios.

Interpretar un proceso de conceptualización a partir de las producciones escritas de un paciente, así como de sus preguntas (y las respuestas que a sí mismos se dan y buscan poder corroborar en otros), el relato de una interpretación o diálogos entablados a propósito de las dificultades que suscita la escritura de una palabra o una oración, lo que le permitirá al clínico diseñar estrategias de intervención eficaces en términos de determinar cuáles son los problemas que pueden suscitarse en su paciente a propósito de este objeto, identificar cuáles hipótesis puede estar formulándose frente a esos problemas, producir intervenciones destinadas a “favorecer la confrontación entre hipótesis diferentes o entre éstas y las características del objeto que están intentando comprender”, como sostienen Lerner y Palacios (1990).


El sentido de las intervenciones clínicas

Suelen formularse con frecuencia en los ámbitos de la clínica psicopedagógica, interrogantes en torno al tipo de intervenciones posibles de efectuar –incluso si corresponde llevarlas a cabo en un ámbito como el clínico- en torno a un objeto de conocimiento como éste, atravesado por prácticas pedagógicas institucionalizadas con didácticas y planificaciones, y con frecuencia, objetivos incumplidos y dificultades en impartir su enseñanza.

Creemos que si la institución escolar se propone que sus alumnos alcancen el estatuto de usuarios autónomos de la lengua escrita, el clínico debe propiciar la maximización de este proceso de apropiación, que parte de la heteronomía para buscar una autonomía, a partir del desarrollo sostenido de competencias linguisticas y comunicacionales. El erigirse en usuario autónomo constituye un punto de llegada en un camino no exento de obstáculos cognitivos.

La lengua escrita entonces, debe ingresar al consultorio en tanto objeto de conocimiento sobre el cual el clínico debe promover que el niño reflexione: tanto en torno a su lógica de constitución y formas de funcionamiento, como en relación a la toma de conciencia de los modos de conceptualización y procedimientos que despliega en torno a él, es decir, una clínica que propicie la instauración de procesos metacognitivos.

El clínico puede propiciar que el niño haga observable su saber-hacer, lo considere, pueda revisarlo a fin de consolidar o reveer sus hipótesis acerca de la escritura de una palabra u oración, para en interacción con el clínico explicitar sus criterios de interpretación. Para llevar a cabo este intercambio respecto de la lengua escrita, es preciso delinear intervenciones clínicas destinadas a producir contraargumentaciones, y orientaciones que propicien la puesta en relación de diversos datos, puntos de vista e informaciones de acuerdo a situaciones que se configuren a partir de las dificultades que origina la producción de escrituras solicitadas por el clínico.

Es a partir de su experiencia en la interacción con diversos portadores de textos, que los niños podrán organizar sus ideas en torno a cómo escribir determinadas palabras u oraciones. Son los géneros textuales que ellos conocen a partir de su experiencia con la palabra hablada los que, en su calidad de modelos válidos, les permitirán comprender los mecanismos generales de organización y relación de las distintas unidades que conforman la lengua escrita, para así comenzar a elaborar sus propias escrituras, para luego constituir sus primeros textos.

En el seno de esta interacción de carácter ternario (niño-lengua escrita-clínico) se podrá interpretar el sentido de las preguntas y dudas planteadas por el paciente, como así también iluminar los problemas cognitivos involucrados que éste no pudiera tomar en consideración. En este sentido, el clínico debe posicionarse como “informante válido” que lo acompañe en la toma de decisiones respecto, por ejemplo, de la grafía considerada correcta frente a dos posibilidades de escribir una palabra, tal como pregunta Francisco en el consultorio: “¿caballo va con la de yeso o con la de lluvia?”. Antes que cerrar esta pregunta con una rápida respuesta, el clínico puede plantear diversas actividades: la consulta con una “escritura autorizada” como la del diccionario, el despliegue de una reflexión conjunta “sobre las posibles alternativas ortográficas hasta que los niños y las niñas conozcan cuál alternativa corresponde a la norma” (Gomes de Morais y Teberosky, 1993) para adquirir una creciente conciencia del conocimiento ortográfico: si nuestro paciente no sabe si “nube” se escribe con V o B, pueden establecerse relaciones con otras palabras que pertenezcan a la familia semántica, como “nublado”, ya que morfológicamente comparten la misma raíz). Dicho esto de otro modo, propiciar que ellos “mantengan la duda donde es pertinente, apelen a estrategias que permitan resolverlas y tengan presente tanto el aporte de la ortografía a la comunicabilidad del mensaje como el valor social que a ella se le otorga” (Torres y Ulrich, ob.cit.)

Uno de los objetivos en el diseño de las estrategias clínicas entonces, podrá ser propiciar en los pacientes el progresivo abandono de “la sonoridad de las palabras como el criterio fundamental para tomar decisiones cuando escriben y transitar otros caminos para poder hacerlo correctamente” (Kaufman y Rodríguez, ob.cit.), puesto que aquello que en un momento del proceso de comprensión de las propiedades alfabéticas del sistema, resultó adecuado para descubrir las relaciones con los aspectos sonoros de la lengua hablada, ahora obstaculiza la posibilidad de comprender los rasgos del subsistema ortográfico.

El propósito de un abordaje clínico de la lengua escrita supone situarla como mediación de toda interacción comunicativa real, que posea sentido para el niño y no que se encuentre por fuera de sus necesidades de recibir y producir mensajes: “sólo la participación en situaciones comunicativas variadas permite apropiarse de las variaciones discursivas –orales o escritas- y descubrir las características linguísticas que el discurso asume según la formalidad de la situación. No se trata, pues, de ´riqueza de vocabulario´, sino de adecuación del discurso a la situación y al interlocutor”. (Torres y Ulrich, ob.cit.)

De esta manera, se propiciará una auténtica autonomía respecto de este objeto social de conocimiento, ya que el niño podrá advertir las características que distingue al tipo de interacción comunicativa de la que forman parte. El paciente, asistido por el clínico, podrá advertir las características de las diversas situaciones comunicativas que se generen en el marco del consultorio, el tipo de registro requerido (oral o escrito), que clase de texto corresponderá emplear si se trata de un mensaje para un amigo u otro paciente, por ejemplo, o de un cartel para colocar en la pared del consultorio o en la sala de espera, por caso.

En cada tipo de texto entonces, se tornará necesario utilizar ciertos recursos linguísticos más que otros, y diferentes formas de organización textual. Es así que la reflexión linguística dejará de ser abstracta y decontextualizada, para orientar los rasgos de las distintas situaciones comunicativas que se generen a propósito de las actividades clínicas planteadas, permitiendo al mismo tiempo, que el niño reconstruya “la alfabeticidad del sistema, organice el discurso, atienda la ortografía”. (Torres y Ulrich, ob.cit.)

La reflexión que cierra este capítulo coincide con lo manifestado por Vaca (ob.cit.): “si admitimos que la ortografía es un subsistema organizado que está contenido en la escritura misma y advertimos también que está lejos de ser sólo un conjunto de normas, es difícil pensar que llegue a ser conocida y utilizada sin comprender su funcionamiento”.


Notas

(1) consultar el capítulo 19 “Entusiasmos, insistencias, abandonos: los avatares de la lengua escrita en la clínica psicopedagógica”, en este libro.
(2) citado por Blanche-Benveniste.
(3) citado por Báez.
(4) ejemplo utilizado por Kaufman y Rodriguez (2008)
(5) para analizar en detalle los pormenores de este proceso, consultar en este libro el capítulo referido en (1).
(6) experiencia citada por Galaburri (2000)
(7) ejemplo analizado por Torres y Ulrich (1995)

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